domingo, 6 de febrero de 2022

Asanga, mamá la yaya.


«El día en que al fin lleguen las gaviotas, yo me iré volando con ellas».

«Cierro los ojos mientras acaricio la gema con los dedos… me llega la figura encogida y envejecida de Mamá la yaya, limpiando la piedra corazón bajo el caño del manantial que da vida al arroyo y remolonea entre las desgastadas ruinas de la ciudad de Vania».

Mamá la yaya, mi tía y nodriza, siempre fue bondadosa conmigo, su verdadero nombre era Asanga, pero yo no lo sabía y a decir verdad tampoco me importaba demasiado. Ahora más que nunca evoco su tierna y sufrida imagen, recuperándola. Cierro los ojos y me veo aferrándome a su regazo, en donde buscaba refugio y consuelo. Me enganchaba a esa madre pasajera y fugaz que percibía como si fuese un fantasma, en cada esquina del bosque y en cada rincón de la casa.

Mamá la yaya se ausentaba a menudo, pues marchaba temprano al bosque que asomaba oscuro y tenebroso a los pies del altozano. Partía en busca de hierbas y raíces, con las que preparaba sus remedios y ungüentos que luego vendíamos todos los jueves, en el mercado ambulante de Jissiel.

Era alta de estatura, ancha de hombros y de fuerte constitución. Sin embargo, cuando se trasladaba entre las ruinas saltando sobre sus rocas y canales, la percibía como un ser sobrenatural, colmada de cierta sutileza marina.

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Cartas a Thyrsá –ExLibric- 2018

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