«El día en que al fin lleguen las gaviotas, yo me iré volando con ellas».
«Cierro los ojos mientras acaricio la gema con los dedos… me llega la figura encogida y envejecida de Mamá la yaya, limpiando la piedra corazón bajo el caño del manantial que da vida al arroyo y remolonea entre las desgastadas ruinas de la ciudad de Vania».
Mamá la yaya, mi tía y nodriza, siempre fue bondadosa conmigo, su verdadero nombre era Asanga, pero yo no lo sabía y a decir verdad tampoco me importaba demasiado. Ahora más que nunca evoco su tierna y sufrida imagen, recuperándola. Cierro los ojos y me veo aferrándome a su regazo, en donde buscaba refugio y consuelo. Me enganchaba a esa madre pasajera y fugaz que percibía como si fuese un fantasma, en cada esquina del bosque y en cada rincón de la casa.
Mamá la yaya se ausentaba a menudo, pues marchaba temprano al bosque que asomaba oscuro y tenebroso a los pies del altozano. Partía en busca de hierbas y raíces, con las que preparaba sus remedios y ungüentos que luego vendíamos todos los jueves, en el mercado ambulante de Jissiel.
Era alta de estatura, ancha de hombros y de fuerte constitución. Sin embargo, cuando se trasladaba entre las ruinas saltando sobre sus rocas y canales, la percibía como un ser sobrenatural, colmada de cierta sutileza marina.
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Cartas a Thyrsá –ExLibric- 2018
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