En el taller de escribanía reina una placidez absoluta, pero si pones tu atención, adviertes el paso de algún insecto, el chasquido de una pluma introduciéndose en el tintero o el rayado del punzón sobre el manuscrito, pero nada más.
Luego están los olores, esos aromas que no se marchan ni cuando una duerme. El olor a piel curtida, oro bruñido, yeso o la esencia penetrante de las tintas.
Sin dificultad alguna, adivinaría su coloración guiándome tan solo por la fragancia que destila el pergamino; la tinta roja despeja cierto olor a humo o carbón, y el bermellón, por ejemplo, destila un fuerte olor a mercurio y orina; el rojo dragón, tan dificultoso y extraño de conseguir, huele a sangre, a sangre de elefantes y dragones muertos en combate; el azul difiere plenamente en aromas, pues nos llega en olor a minerales o quizás al agua estancada de los pantanos; el violeta se da a hierbas heliotropos y el ultramar se acerca al particular lapislázuli; el verde de malaquita no huele a hierbas, ni a praderas, sino a profusas arenas del centro de la piedra, y el amarillo sol, tan inconfundible, nos trae el olor a flores de tierras llanas, y si fuese algo anaranjado, nos acercaría aromas de azafrán. El blanco, sin duda, al albayalde y a la inmaculada clara de huevo; refrescante en el boceto, siempre se busca y siempre se halla.
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Las Granjas Paradiso – ExLibric- 2022
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